10 de Enero de 2019. El Presidente Nicolás Maduro asume
en el país caribeño un segundo mandato aupado por las Fuerzas Armadas y una
estructura política cada vez más cerrada y capitaneada por Diosdado Cabello,
verdadero titiritero del proceso iniciado tras la muerte de Hugo Chávez.
El ex Canciller del fundador del proceso político que
barrió con el tradicional bipartidismo surgido en la década del ’50, comenzaba
hace seis años el intento de la continuidad de un régimen que había sobrevivido
exitosamente gracias a los altos precios del petróleo, y que Hugo Chávez moldeó
con inteligencia luego del intento de golpe de Estado de 2002 para generar un
escudo protector internacional contra eventuales desestabilizaciones.
Pero la guerra de precios internacionales generada a
partir de una estrategia de Arabia Saudita terminó perjudicando duramente a
Venezuela, país que comenzó a pagar muy caro el no haber diversificado su
producción y depender exclusivamente de la exportación de hidrocarburos, así
como importar una sustancial parte de los consumos internos.
De la mano de una crisis económica creciente –acicateada,
debe decirse, por sanciones y maniobras urdidas desde el exterior también-, el
Gobierno de Maduro fue endureciendo también su política para con la oposición;
primero, encarcelando a dirigentes opositores; luego, proscribiendo lisa y
llanamente a Partidos Políticos bajo argumentos pueriles. Y esto no debe leerse
como un apoyo a sectores políticos claramente alineados con estrategias
golpistas, sino como un cuestionamiento a que la estructura del Estado jamás
debe ser utilizada para violentar la Ley y el Orden. En América Latina ya se ha
probado hasta el hartazgo la gravedad de las consecuencias que acarrea que el
Estado descienda a utilizar las mismas herramientas y estrategias que los
delincuentes: la impunidad terminará bloqueando la legítima ambición de
justicia de una población cada vez más aislada.
En el medio de la competencia por ver quién podía
soportar más las presiones, si el oficialismo o la oposición (concentrada casi
exclusivamente en la Asamblea Nacional, y expulsada electoralmente o
judicialmente de las Gobernaciones), el país mostraba al mundo indicadores
espantosos, a saber: Inflación:
2013: 43,5%;
2017: 13.860%;
Población en riesgo de Pobreza Extrema:
2014: 23.6%;
2017: 61.2%;
Producción de Petróleo en millones de barriles:
2013: 2.35;
2017: 1.48;
(fuente de todos los datos: OPEP, FMI, OIM y ACNUR).
Así las cosas, el Presidente Maduro encaró la
convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente que hiciera decir a la
Constitución venezolana lo que su texto no dice. Pero había que llamar a una
elección. Y sabiendo que no pasaría por la Asamblea Nacional, utilizó al Poder
Judicial para declarar en “rebeldía” al Legislativo y convocar por decreto a
una Asamblea Constituyente que solamente podría estar integrada por
oficialistas.
El resultado es conocido: la Constituyente oficialista
suprimió en la práctica al Legislativo, convirtió al Presidente Maduro
virtualmente en un mandatario sin límites y autorizó la reelección. De nada
sirvieron las maniobras de los Organismos Internacionales y las denuncias de
violación a los Derechos Humanos; tampoco sirvieron –debe decirse- las sobreactuaciones
del Secretario General de la OEA, Luis Almagro, ni las bravatas del Presidente
Trump y sus seguidores en el resto de América Latina.
Hoy, pese a las imágenes que pretenden vender algunos
medios de comunicación, Venezuela enfrenta un aislamiento patético. 19 Estados
de la OEA desconocen al nuevo Gobierno, Paraguay rompió relaciones diplomáticas
con Caracas y la Unión Europea llama a Maduro a renunciar y convocar a
elecciones libres, cesando la represión y liberando a los presos políticos. Virtualmente,
las relaciones con Colombia y Brasil están congeladas. La soledad del
Presidente Maduro contrasta con su creciente dependencia de China y Rusia.
La historia dolorosa de América Latina demuestra que no
es con estas estrategias como se pondrá fin a las tentaciones autoritarias. Ni
es generando un golpe de Estado ni llamando a una rebelión militar. El futuro
de Venezuela está obviamente en manos de los venezolanos, pero cuando las
violaciones a los Derechos Humanos se convierten en política de Estado, mirar
como analistas desde afuera no ayudará a alivianar el dolor de los hermanos
venezolanos.
Ninguna dictadura es buena, por más que se disfrace de
antiimperialista. Violar Derechos Humanos no es lícito, aunque discursivamente
se lo haga en nombre de “la liberación”. Los Derechos Humanos no pueden ser
analizados de acuerdo con la simpatía o rechazo que genere un régimen: o se los
defiende o se los viola. Y allí es donde no tomar partido convierte a las
personas en cómplices de los atropellos.
Prof. Pablo Wehbe
Imágen: http://www.eluniversal.com/politica/30238/maduro-hoy-le-decimos-al-mundo-que-venezuela-se-respeta-y-...